Los chicos del CERSE acaban de volver del viaje que el grupo hace todos los años, desde hace décadas, a aquella provincia del norte de la Argentina. Durante los meses previos, reunieron cantidades de donativos, que finalmente pudieron llevar a once establecimientos:
la escuelita de San Pedro de Choya, la parroquia y la escuela de El Mojoncito, la parroquia, la salita de primeros auxilios y la escuela secundaria de Choya y las escuelas de La Represa, El Puestito, Las Peñas, Puerta de Chávez y Tres Cerros.

Lo primero que se percibe al hablar con los chicos y con los docentes y auxiliares que los acompañaron –Carina Salvatore, Gabriela Kühn y Diego Leguizamo– es que, como siempre, el viaje ha sido profundamente movilizador. La realidad de San Pedro de Choya, pueblo de 60 habitantes en cuya escuela suelen alojarse los chicos del CERSE, es muy distinta de la que ellos viven. Y los docentes cuentan que, precisamente a causa de esa realidad tan diferente, las expectativas con que viajan los chicos muchas veces no se cumplen. Sin embargo, sí se alcanzan otras que se construyen sobre la marcha, y que finalmente resultan más significativas. Por ejemplo, al llegar muchos advierten que pintar la escuela o repartir los donativos son tareas de segundo orden, y que la mayor necesidad de los chicos de la escuelita de San Pedro es la misma que la de todos los chicos del mundo y que se relaciona con lo emocional: demandan tiempo, atención, cariño. En muchos, sobre todo en los más chiquitos, “hay un gran vacío afectivo”, cuenta la profesora Salvatore. “Llevamos 23 alumnos y se transformaron en 23 papás”. Su relato resulta enternecedor, sobre todo para quienes conocemos a esos adolescentes que han sido “papás” por siete días y que en algunos casos no llegan a entender cabalmente el sentido último de su tarea –algo difícil de responder incluso para los adultos.

Existen, sin duda, muchos prejuicios acerca del sentido de una experiencia de estas características, por la cual un grupo de adolescentes de clase media de la Ciudad de Buenos Aires visita a los chicos de una escuela rural de Santiago del Estero para llevarles donaciones, para pintar su escuela, para “solidarizarse”. Muchos se preguntan e incluso cuestionan el sentido de un proyecto como este. Es posible, claro está, que algunos de ellos solo se sumen por la experiencia grupal; quizás a otros solo los movilice un impulso solidario efímero que tampoco es fácil de saber cómo se despertó; pero quizás también, en algunos casos, este sea el prólogo de futuros compromisos. Y –aunque suene a lugar común– creo que es enormemente válido si uno solo de ellos termina asumiéndolo como propio y traduciéndolo en acciones cotidianas. Como sea, no puede sino resultar positivo para quienes están formando su identidad de ciudadanos saber que la decisión de participar, de comprometerse, de dejar de lado el pensamiento individual –hoy tan generalizado– puede hacer una diferencia –quizás minúscula, pero concreta–, y entender que de hecho es la manera en que se inician cierto tipo de cambios a nivel colectivo: con individuos que aprendieron a ponerse en la piel del otro, con personas que pueden recordar a ese otro tantas veces olvidado y, obviamente, con la suma de esas voluntades dispuestas.

Gabriela Fernández Bardo
Profesora del Instituto Ballester

Es muy difícil describir esta experiencia, porque es diferente de todo lo que vivimos hasta el momento. Es algo que te abre los ojos y si bien uno ya sabe cómo son las cosas, experimentar esto genera un cambio en la manera de pensar y ver las cosas, probablemente de una forma irreversible y totalmente positiva.

A veces para entender hay que ponerse en el lugar del otro.

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Fue una experiencia que me marcó mucho en todo sentido, ya que me cambió la cabeza por completo. Vimos otra realidad, (…) y nos sirvió para darnos cuenta de lo importante que es aportar nuestro granito de arena.

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Fue un viaje que nos ayudó a crecer como personas.

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Allí las condiciones son peores y los problemas más graves, pero curiosamente las sonrisas son más grandes y frecuentes, como si hubiera menos preocupaciones. Me llevé un sello en el corazón que marcó un chico de ocho años: “la felicidad es cuando ustedes vienen, cuando se van es la tristeza”.

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