Tres ex alumnos de la segunda y tercera promoción del IB
cuentan su experiencia en el Camino de Santiago
El Camino de Santiago, en España, lleva hasta la ciudad de Santiago de Compostela, donde se veneran las reliquias del apóstol Santiago el Mayor, y pasa por tierras de Castilla, León y Galicia. Durante la Edad Media fue muy recorrido, y en la actualidad ha vuelto a tomar gran auge y transitan por él peregrinos procedentes de todo el mundo.
Tuvimos la suerte de poder compartir gratos momentos con nuestros ex compañeros al recorrer uno de sus tramos, desde Astorga hasta Santiago de Compostela. En nuestro mapa figuraban trescientos kilómetros, que completamos en quince días. En realidad, junto con lo que caminamos dentro de esos pueblos y ciudades para conocerlos mejor, sumamos 418 kilómetros.
Hace más de cincuenta años que nos recibimos y desde entonces, al vivir lejos uno del otro y haber emprendiendo vidas diferentes, apenas nos habíamos encontrado. Pero el hecho de convivir tantos días nos permitió vernos como somos y reconocer que podemos compartir mucho más que pasadas emociones y aumentar la amistad que nos une.
Desde la salida de Astorga –donde conocimos la catedral, los restos de construcciones romanas y su hermosa gente, además de degustar el cocido maragato– nos vimos rodeados de flores, arbustos, árboles y peregrinos que esperaban lo mismo que nosotros: llegar a Santiago de Compostela.
Algunos peregrinos buscaban su crecimiento espiritual, otros simplemente querían probarse a sí mismos que aún podían realizar esas caminatas. En esos veinte kilómetros que realizábamos en promedio cada día nos encontramos con tantos extranjeros que por momentos parecía la Torre de Babel. Era difícil saber en qué idioma se dirigiría a uno el siguiente peregrino: escuchamos inglés, alemán, castellano, francés, checo, polaco, y algunos incluso se comunicaban por señas. El deseo de “buen camino”, que entre todos nos dirigíamos como saludo, sonaba extraño en boca de algunos que, evidentemente, no dominaban el castellano.
Nos tropezamos con peregrinos de todas las edades, que nos parecieron personas magníficas y en general de mucha cultura y espíritu ejemplar. En un albergue hallamos una frase que precisamente transmitía ese espíritu: “El peregrino agradece, el turista exige”. También la gente del lugar es sumamente atenta con el peregrino. En los hospedajes fuimos tratados como familia, no como huéspedes… con cariño, con aprecio y respeto.
Entre las piedras del camino, matizadas con la vista de arbustos, cultivos de cereales, vides, ganado, bosques, flores nativas, rosas cultivadas, arroyos, ríos y canales de riego, avanzábamos de pueblo en pueblo. Las casas de piedra, los puentes romanos y las viejas parroquias de los poblados antiquísimos eran un espectáculo visual, así como los verdes campos floridos y los profundos azules de los cielos. Las amapolas rojas y las rosas de diez centímetros de diámetro fueron casi tan buenos guías de nuestros pasos como los mojones con vieiras grabadas o las flechas amarillas que señalan el camino. También nos escoltó hasta el final el canto del cucú, que resonaba en el silencio de la campiña. La ausencia total de ruido urbano, de aviones o tráfico ofrecía una paz absoluta, una sensación de libertad total. Solo nos acompañaba el sonido de nuestros pasos, el murmullo de la leve charla y el canto de los pájaros. El camino, con muchas subidas y bajadas, ocupaba nuestro cuerpo físico mientras nuestra mente podía despejarse totalmente frente a la belleza de la naturaleza.
Gracias al entrenamiento que realizamos previamente, pudimos sostener la marcha sin grandes tropiezos musculares. Alguna que otra ampolla en los pies nos señaló que el constante abuso del cuerpo deja ciertos rastros. En las noches, yendo a cenar, era muy curioso ver a todos los peregrinos rengueando y afligidos por la misma razón.
Un reloj electrónico nos permitía saber la cantidad de millas recorridas y las calorías que íbamos gastando (entre 2200 y 2600 calorías diarias, que reponíamos, con gran sacrificio, por medio de tapas, pinchos, cocido maragato, pulpo, rabas y muchas otras delicias). Fue interesante comprobar cómo, a diferencia de lo que nos sucedía al principio, al final del recorrido cinco kilómetros más de camino nos parecían una pavada.
En las distintas poblaciones pudimos poner suficientes sellos en nuestros “pasaportes del peregrino”, que funcionan como constancia para, una vez en Santiago, obtener la Compostela, el diploma del caminante. No habíamos venido en su busca, pero nos gustó conseguirlo.
Al final del viaje, cada uno de nosotros pudo poner sus conclusiones en el papel. Aquí algunos fragmentos:
Tres individuos muy diferentes en personalidad y en el mirar de nuestras vidas, podemos tener una misma meta. Conseguimos apreciar y convivir con nuestras diferencias.
AnaRealmente me alegro de que hayamos participado todos de esta caminata. (…) Nos complementamos y es bueno que así sea, ya que no se puede volar con una sola ala.
HugoFue una experiencia extraordinaria y única, especialmente al ser compartida. Me gustaría volver a realizarla y entusiasmarlos a ustedes, así como a mis amigos y familiares a emprender, al menos como nosotros, una parte del Camino de Santiago. (…) ¡Adelante… hagan el Camino de Santiago o algún camino que les permita descansar la mente y abrir los horizontes!
Blanca
Blanca Victoria Hackenberg, Ana Martyniuk y Hugo von Bernard
Ex alumnos de la segunda y tercera promoción de la Secundaria (1962 y 1963)